
La creación entera se goza en balbucear el eufónico nombre que
Dios le impuso a su Madre. «Nombre cargado de divinas dulzuras», como asegura
San Alfonso María de Ligorio; nombre que sabe a mieles y deja el alma y los
labios rezumando castidad, alegría y fervor: ¡María! Por medio de la que así es
llamada, nos han venido todos los bienes y la pobre humanidad puede levantar la
humillada cabeza y presentir de nuevo la cercanía de inacabables
bienaventuranzas: O clemens, o pia, o
dulcis Virgo María! ‘¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!’!
Bien le cantamos Mutans
Evæ nomen, ‘cambiando el nombre de Eva’, porque Ella devolvió a la gracia,
con el nombre de vida, todo lo que la desdichada madre natural de los hombres
había entregado a las tinieblas, con el nombre de muerte.
Prueba de sabiduría y de acierto es imponer a la persona el
nombre que justamente le corresponde. Y nadie como Dios ha sabido dar
exactitud, expresión y síntesis a los nombres que Él mismo ha elegido e
inspirado.
Desde la más remota antigüedad, el nombre impuesto a las
personas y a las cosas tuvo, en la mayoría de los pueblos, una significación
simbólica. Aun ahora, muchas tribus africanas, otras dispersas en los inmensos
parques de América del Norte, y los negros australianos, consideran el nombre
como una parte integrante de la personalidad, ocultándolo, a veces, a los
extranjeros, bajo apodos y paráfrasis, por temor a los perjuicios que pudiera
acarrear su conocimiento.
En los países cuya historia se ha ido desenvolviendo al
veril de una civilización normal y cada vez más pujante, el simbolismo de los
nombres perdió, poco a poco, su luz bajo la potencia bienhechora o maléfica de
las personas que los ostentaron. Con razón se dice, pues, que el nombre no hace
a la persona, sino la persona al nombre. Y afirma San Pedro Canisio que, puesto
que «el nombre es símbolo y cifra de la persona, invocar el nombre de María
equivale a empeñar su poder en favor nuestro».
Si el Señor escogió entre todas las criaturas la más
perfecta, para ser Madre del Hijo divino; si como privilegio de esta maternidad
la hizo inmaculada y arca de todas las virtudes, nos parece muy lógico que
también eligiera para Ella el nombre más hermoso, el de más alta y acendrada
significación, el más dulce entre todos los del humano lenguaje.
¿Qué significados tiene, pues, según la etimología, ese
nombre cuyo misterioso sentido sólo Dios nos podría explicar?
Si, como algunos creen, deriva del idioma egipcio, su raíz
es mery, o meryt, que quiere decir muy amada. Según otros, la significación
sería Estrella del mar. Si el nombre de María proviene del siríaco, la raíz es mar, que significa Señor. El padre
Lagrange opina que los hebreos debieron utilizar el nombre de María con el
significado de «Señora», «Princesa». Nada más conforme a la noble misión de la
humilde Virgen nazarena. Otro tercer grupo de filólogos e intérpretes sostienen
que la palabra «María» es de origen estrictamente hebreo. Y sus diversas y
preciosas significaciones son las siguientes:
Primera. Mar amargo,
de la raíz mar y jam. María fue un verdadero mar de amargura, desde que en el
templo, cuando la presentación de su Hijo, vislumbró la silueta cárdena y
dolorida del Calvario. Y un mar de amargura desbordante en la pasión y muerte
de Jesús.
Segunda. Rebeldía,
de la raíz mar. Ella, la omnipotencia
suplicante, vence a las satánicas huestes. «El nombre de María —escribe el
padre Campana— es de una energía singular y tiene en sí una fuerza divina para
impetrar en favor nuestro la ayuda del cielo».

Cuarta. Señora de mi linaje.
Frase muy justa y apropiada a la prerrogativa nobilísima de ser Madre de Dios,
Reina de todo lo creado.
Quinta. Esperanza.
Significado más alegórico que etimológico, pero lleno de inefable consuelo.
Porque Ella, Spes nostra, ‘Nuestra
esperanza’ es el camino de la felicidad, el arco iris que señala un pacto de
armonía entre Dios y los hombres. «Bienaventurado el que ama vuestro nombre, oh
María —exclama San Buenaventura—, porque es fuente de gracia que refresca el
alma sedienta y la hace reportar frutos de justicia».
Sexta. Elevada, grande,
de ram. San Agustín y San Juan
Crisóstomo coinciden en adjudicarle el excelso sentido de «Señora y Maestra».
Séptima. Iluminada,
iluminadora. Está llena de luz. Sostiene en sus brazos la luz del mundo. Es
pura y diáfana. «El nombre de María indica castidad», dice San Pedro Crisólogo.
Deliciosamente narra sor María Jesús de Agreda, en su Mística Ciudad de Dios, la escena en la
cual la Santísima Trinidad, en divino consistorio, determina. dar a la Niña
Reina un nombre. Y dice que los ángeles oyeron la voz del Padre Eterno, que
anunciaba: «María se ha de llamar nuestra elegida y este nombre ha de ser
maravilloso y magnífico. Los que le invocaren con afecto devoto, recibirán
copiosísimas gracias; los que le estimaren y pronunciaren con reverencia, serán
consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias,
tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna».
Y a ese nombre, suave y fuerte, respondió durante su larga,
humilde y fecunda vida, la humilde Virgen de Nazaret, la que es Madre de Dios y
Señora nuestra. Y ese nombre, «llave del cielo», como dice San Efrén, posee en
medio de su aromática dulzura, un divino derecho de beligerancia y una
seguridad completa de victoria. Por eso su fiesta lleva esa impronta: Acies ordinata.
España, siempre dispuesta a romper lanzas por la gloria de
María, fue la primera en solicitar y obtener de la Santa Sede autorización para
celebrar la fiesta del Dulce Nombre. Y esto acaeció el año 1513. Cuenca fue la
diócesis que primero solemnizó dicha fiesta, siguiendo su ejemplo las demás,
porque el amor de Nuestra Señora es efusivo y prende con facilidad en terrenos
de sincera devoción.
Pero fue el papa Inocencio XI —«defensor de la Iglesia con
toda la fuerza de su férreo carácter, con la sabiduría de su espíritu y, sobre
todo, con el amor de absoluta entrega», como decía en el radiomensaje de
beatificación nuestro Santísimo Padre Pío XII—, quien decretó, el 25 de
noviembre del año 1683, que toda la Iglesia celebrara solemnemente la fiesta de
este nombre excelso.
Aquel que hizo en Ella cosas grandes y cuyo Nombre es santo,
quiso darle íntima participación de esa misma santidad para consuelo y gozo de
quienes invocaren su dulce Nombre. Nombre que ha de ser también loado y santificado,
como el Nombre de Dios, en todo el mundo, porque —repitámoslo una vez más—
infunde valor y fortaleza.
En el áureo Blanquerna,
de Raimundo Lulio, en el cual, según alada frase del excelentísimo doctor
García y García de Castro, arzobispo de Granada, «el beato mallorquín logró
aprisionar las transparencias de las ondas del mar de Mallorca y las incógnitas
armonías de los montes de Miramar...», se lee de aquel monje que sólo tenía por
oficio dirigir, tres veces al día, una salutación a Nuestra Señora. «Es el
ruiseñor del monasterio —continúa el doctor García y García de Castro con
galana pluma— y canta las delicias de María, y envídianle los otros ruiseñores
esparcidos por aquellos bosques que se reflejan en las aguas luminosas del Mediterráneo
mallorquín».
«¿Quién se resistirá a escuchar sus melodiosos trinos?»
«¡Ave, María! Salúdate tu siervo de parte de los ángeles y
de los patriarcas y de los profetas y de los mártires y de los confesores y de las
vírgenes, y salúdate por todos los santos de la gloria. ¡Ave, María! Saludos te
traigo de todos los cristianos, justos y pecadores; los justos te saludan
porque eres digna de salutación y porque eres esperanza de salvación; los
pecadores te saludan porque te piden perdón y tienen esperanza de que tus ojos
misericordiosos miren a tu Hijo para que tenga piedad y misericordia de sus
culpas y recuerde la dolorosa pasión que sostuvo para darles salud y
perdonarles sus culpas y pecados.
»¡Ave, María! Saludos te traigo de los sarracenos, de los judíos,
de los griegos, de los mongoles, de los tártaros, de los búlgaros, de los húngaros
de Hungría la menor, de los comanos nestorinos, de los rusos, de los quinovinos,
de losarmenios y de los georgianos. Todos ellos y muchos otros infieles te
saludan por ministerio mío, cuyo procurador soy...» (Obras selectas de Raimundo Lulio: B.A.C., p.160).
Esa debe ser nuestra salutación y nuestro ruego: que todos
conozcan y alaben a María, que todos pronuncien con reverencia su santo Nombre
y que Ella mire a todos sus hijos, dispersos por el mundo, con ojos de
misericordia y de amor.
Su Nombre, para los que luchamos en el campo de la vida, es
lema, escudo y presagio. Lo afirma uno de sus devotos, San Antonio de Padua,
con esta comparación: "Así como antiguamente, según cuenta el Libro de los
Números, señaló Dios tres ciudades de refugio, a las cuales pudiera acogerse
todo aquél que cometiese un homicidio involuntario, así ahora la misericordia
divina provee de un refugio seguro, incluso para los homicidas voluntarios: el
Nombre de María. Torre fortísima es el Nombre de Nuestra Señora. El pecador se
refugiará en ella y se salvará. Es Nombre dulce, Nombre que conforta, Nombre de
consoladora esperanza, Nombre tesoro del alma. Nombre amable a los ángeles,
terrible a los demonios, saludable a los pecadores y suave a los justos."
Que el sabroso Nombre de Nuestra Madre, unido al de Jesús,
selle nuestros labios en el instante supremo y ambos sean la contraseña que nos
abra, de par en par, las puertas de la gloria.
María de la Eucaristía, R. de J. M.
Fuente: Santoral
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